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28 de set. de 2014

Una plaza demasiado nerviosa (por Luis Pousa)

Artigo aparecido hoxe, domingo 28 de setembro de 2014, na edición dixital de La Voz de Galicia e asinado por Luis Pousa. Coido que paga a pena parar cinco minutos a o ler.


Eusebio da Guarda y su levita sobreviven a la reforma sin fin de su entorno


La plaza de Pontevedra es ese rincón de la ciudad que, por muchos años y concejales que pasen, nunca acaba de estar terminado. Ningún alcalde se ha quedado a gusto con la plaza y por eso, cada dos por tres, llega un nuevo edil, con el ímpetu irrefrenable de los novatos, y la reinicia, la pone patas arriba, a ver si de una vez por todas la plaza encaja consigo misma y se está quieta.

Un día hasta cambiaron de sitio el Manhattan, que cuando yo era niño estaba junto al mamotreto de las delegaciones de la Xunta (o de lo que hubiese antes de la Xunta) y luego se lo llevaron volando hasta convertirlo en una curiosa glorieta-cafetería.

Hace treinta y pico años el Manhattan estaba en la entrada de la plaza por San Andrés, junto a un pequeño quiosco, una acera en la que los chavales cazábamos hormigas con el azúcar que le sobraba a nuestros padres del café con leche y una escalera que subía a lo que entonces era la plaza propiamente: una desoladora explanada de hormigón donde lo más artístico que había eran, de largo, las pintadas con las que los grafiteros iban tatuando el cemento debajo de un tejadillo donde dormitaban los camellos y los yonquis de principios de los ochenta.

Era una plaza hostil, setentera, en la que nadie paraba porque no tenía sentido detenerse allí, en medio de un tráfico que ya entonces era infernal. Lo que a mí me gustaba de aquella plaza inhóspita era una gran palmera que había a la entrada del párking y, sobre todo, la estatua de Eusebio da Guarda de levita, al que tampoco han dejado quieto durante estos lustros de reformas sin fin. Cuando yo era pequeño estaba, como ahora, entre el colegio y el instituto (entonces Femenino), y apuntaba con su dedo en alto, en plan Colón, hacia Riazor, lo que a mí me valía para darme el pego y decir que señalaba el camino a mi casa. Luego, en la enésima remodelación de la plaza, don Eusebio acabó plantado en una esquina y su dedo apuntaba desnortado a alta mar. Y ya en este último retoque, más humano, Da Guarda regresó al cobijo de su instituto, de sus escuelas.

Volver al Manhattan es como subirse al DeLorean de Michael J. Fox y el científico majareta de Regreso al futuro. Uno puede pedir el mismo mosto con guinda de hace treinta años e incluso tomar el pincho de croquetas y tortilla que ya habíamos tomado a los diez años, cuando nos cansábamos de subir y bajar las escaleras de la plaza para pillar aquel único y desmadejado columpio que había que ganarse a guantazos.

Al menos ahora hay dos columpios en la plaza. Pasar en treinta y pico años de uno a dos columpios debe de ser eso que llaman el progreso, la modernidad.
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